Relato corto
Eran casi las nueve de la noche cuando Miguel por fin inició el camino de vuelta a casa. Once paradas de metro repartidas en dos líneas le separaban del merecido descanso. Durante más de la mitad del trayecto tuvo que permanecer de pie. Desde que a su compañero de trabajo le robaron el móvil entre “Callao” y “Tirso de Molina”, tenía la precaución de llevar el teléfono y la cartera en los bolsillos delanteros.
Resbaló al salir al andén pero
mantuvo el equilibrio. Finalmente, y tras el cambio de línea, pudo sentarse.
Era uno de esos asientos incómodos situado en la mitad del vagón y escoltado
por dos acompañantes. A su derecha, un joven trajeado que escuchaba música con
auriculares al tiempo que jugaba al “Apalabrados” con el móvil. “Otro
triunfador que trabaja hasta las nueve de la noche”, pensó Miguel al
observarlo. A su izquierda, una mujer morena con canas en el pelo que leía un
libro de bolsillo. Tendría unos cincuenta años, quizá más, nunca se le había
dado bien calcular la edad de la gente.
Estaba agotado, durante el trayecto
tuvo que luchar con sus párpados para que un sueño a destiempo no le hiciera
perder su parada. El cansancio se reflejaba en la cara de los pasajeros del
vagón y el silencio solo era roto por la voz enlatada que avisaba de la llegada
de la siguiente parada.
-“Sólo dos más y se acabó por hoy”.
La mujer que se sentaba a su
izquierda, se levantó y bajó una parada antes que él. Pero cuando las puertas
ya se habían cerrado, Miguel observó que había olvidado una bolsa junto al
asiento. La cogió y la enseñó por la ventana girando la cabeza, la mujer alzó
la vista y miró hacia el interior del vagón, pero la marcha del metro no dio
tiempo a mucho más.
Sin embargo, a pesar de que solo
cruzaron las miradas un instante, a Miguel no le pareció observar preocupación
en el gesto de la mujer. Seguramente la bolsa no tendría nada de valor. En
cualquier caso la guardaría esperando coincidir con ella al día siguiente en el
trayecto.
Inició la caminata hacia casa con frenético
ritmo madrileño. Subió las escaleras mecánicas adelantando por la izquierda.
Abrir aquella bolsa ni siquiera fue una opción en su cabeza. Por fin podría
descansar, tendría el piso entero para él ya que aquella semana sus compañeros habían terminado los exámenes y estaban en
Jaén visitando a la familia. Tras limpiarse los pies en el felpudo y abrir la
puerta, apenas tuvo tiempo de comer una lata de atún antes de ser absorbido por
el sofá.
Guiado por Morfeo hundió la cabeza
entre los cojines. Pasadas dos horas se despertó con las lentillas pegadas a
los ojos, “puff las once y media”. A duras penas se levantó para llegar a la
cocina. Una manzana completó el menú de la cena y tras ducharse se dirigió a la
cama. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos, pero su cabeza parecía haberse
activado. Giró hacia la derecha…, luego hacia la izquierda…, boca abajo…,
volvió a girar… Cerraba los ojos intentando no pensar en nada pero le era
imposible conciliar el sueño.
Uno tras otro, los ruidos de la noche
parecían aliarse contra él. El paso de una moto, el camión de la basura, la radio
del vecino… El despertador ya marcaba las dos y cuarto cuando escuchó el sonido
del antiguo contador de luz de la planta segunda del edificio. En aquel momento
dio por perdida la noche confiando al café sus fuerzas del día siguiente.
Intentó levantarse a oscuras, pero
finalmente encendió la luz. Cuando se dirigía al servicio, vio luz por debajo
de la puerta del piso y mientras observaba el detalle del reflejo sobre el
suelo, un papel entró por debajo de la puerta.
¡Eran las tantas de la madrugada! Miguel
sintió aquel panfleto como una agresión. ¿Por qué me echan propaganda en casa?
¿Por qué a estas horas? ¿Cómo ha entrado el repartidor en el edificio?...Con la
valentía que da un cerrojo bien echado, se asomó por la mirilla, no sin antes
descalzarse para no hacer ruido. Pero no pudo ver nada, el pasillo estaba
vacío.
“Nadie debería trabajar a estas
horas”. Tras procesionar del servicio a la cocina y beber “al chorro” de la
botella de “Lanjarón”, miró la octavilla con escaso interés. No era publicidad,
eran párrafos que parecían no tener un argumento, frases sueltas sin un hilo
conductor…-“¿Quién puede perder el tiempo con estas cosas?”, pensó antes de
volver a la cama.
Toda la noche se oyeron pasar
coches; el máximo premio que alcanzó fue
el de descansar con los ojos cerrados. A la mañana siguiente, Miguel se
despertó pensando en la siesta. Era viernes y aquella tarde no tendría que
trabajar.
Encendió el wifi y desayunó
escuchando música. Al salir cogió la bolsa con la intención de devolverla a su
dueña y se dirigió una vez más al metro.
La mañana se hizo eterna y tuvo como
aliada a la máquina de café que por cincuenta céntimos expendía minutos de
confort. Los minutos pasaron lentos como los del descuento para el equipo que
gana por la mínima, hasta que finalmente dieron las tres y media.
En el trayecto de vuelta a casa no
encontró a la mujer que perdió la bolsa el día anterior. “Al menos lo he
intentado”, pensó Miguel con la convicción de que no habría una segunda
tentativa.
A pesar de que aquella noche no
saldría, el espíritu del viernes le dio energía durante la tarde. Tras un par
de cabezadas con la tele de fondo, perdió el tiempo en el ordenador hasta que
llegó la noche. Cuando se levantó de la silla del ordenador para dirigirse a la
cocina, vio un nuevo panfleto junto a la puerta del piso. Aquel nuevo atentado
provocó el enfado de Miguel. Era el mismo escrito de la noche anterior, pero él
se aseguraría de que fuera el último. Cogió una vieja toalla de baño y la situó
en el suelo tapando la rendija de la puerta. Cogió los dos panfletos y los tiró
al contenedor de papel.
Tras cenar, fue vencido por la
curiosidad y abrió la bolsa abandonada. Dentro había un pequeño cofre de
metacrilato y en su interior un colgante plateado. Era un diseño extraño pero
bonito. Una vez satisfecha su curiosidad, Miguel dejó el colgante en el mueble de la entrada y
volvió de nuevo al ordenador.
Finalmente poco antes de las dos
decidió acostarse. El cansancio se apoderaba de su cuerpo por momentos, pero
una noche más le era imposible dormir. De nuevo vuelta tras vuelta sobre la
cama, de nuevo los sonidos de la noche y de nuevo el impulso de coger el móvil
y levantarse, esta vez con la complicidad de no tener que madrugar al día
siguiente.
Se dirigió al salón y puso la tele,
tras zapear hasta dar dos vueltas a todos los canales, se decidió a dejar una
película de acción de los ochenta que era lo que menos molestaba. Recostado una
vez más en el sofá comenzó a adormilarse, pero sintió frío y se levantó para
buscar una manta. Fue entonces, cuando al salir al pasillo la vio, una pajarita
de papel estaba situada junto a la puerta, justo delante de la toalla. Un
escalofrío le recorrió el cuerpo mientras la miraba. Por un momento se quedó
estático, paralizado, pero reaccionó y se acercó lentamente a la puerta
mientras miraba con desconfianza hacia la cocina. Se agachó y cogió la
pajarita. Estaba hecha con el mismo papel que le habían echado bajo la puerta
dos veces.
Tras recorrer palmo a palmo cada
rincón del piso y comprobar que estaba solo, aplastó la pajarita de papel,
cerró la puerta de su cuarto y tapado hasta las pestañas pasó la noche en vela.
A la mañana siguiente, Miguel se
levantó activo, valiente, con ganas de aprovechar el fin de semana. Se puso el
chándal, desayunó, ordenó algo el piso intentando olvidar lo ocurrido la noche
anterior y salió a correr al parque más cercano.”El deporte es bueno para
dormir bien”, se dijo a sí mismo. Antes de salir cogió el amuleto y con un
inusual ejercicio de civismo, lo llevó a la oficina de objetos perdidos cercana
a la boca del metro.
El ejercicio le sentó bien. Poco
después del mediodía volvió a casa. Al abrir no pudo evitar mirar con detenimiento el suelo
contiguo a la puerta, pero en esta ocasión no había nada. Se duchó y se puso
ropa cómoda. Cuando se dirigía a la cocina para reinventar la pasta cocida del
día, llamaron a la puerta. Cuando la abrió vio a la mujer del metro.
-Hola, ¿me recuerda?
-Sí, en el metro…olvidaste la bolsa,
dijo Miguel.
-Sí, tiene un cofre que es
importante para mí.
-Lo devolví esta misma mañana en la
oficina de objetos perdidos. Está a tres calles de aquí. Les conté lo ocurrido
en el metro. Tomaron nota de tu descripción y de que todo ocurrió este jueves.
Puedes recuperarlo esta misma tarde.
-¡Ah! Lo devolviste, lo
devolviste…hiciste bien, dijo la mujer mientras se alejaba de la puerta.
Hiciste bien, hiciste bien…Yo no lo hice.
La mujer bajó por las escaleras y
Miguel volvió a prestar atención a su pasta.
Por fin el sábado y el domingo
Miguel pudo descansar tanto, que ambos días soñó aunque al despertarse fue
incapaz de recordar con qué.
El lunes trajo consigo la rutina del
trabajo. Fue un día largo, otro más. Pero después de haber descansado, fue
superado sin dificultad. Mientras esperaba la llegada del metro se fijó en uno
de los televisores, que aunque sin voz, proyectaba de forma ininterrumpida
noticias sobre el andén. “Se cumplen tres meses del accidente de metro que le
costó la vida a una pasajera. Una extraña caída aún sin esclarecer” podía
leerse. En la imagen pudo ver la cara de la mujer del amuleto y el andén en el
que bajó repleto de velas encendidas.
Epílogo. Las octavillas que Miguel
recibió bajo su puerta contenían frases que leídas en orden carecían de
sentido. Pero si leías la primera letra de los quince primeros párrafos la
maraña cobraba sentido…Hazlo con el relato.
Jacinto Martín Ruiz
Jacinto Martín Ruiz
me ha gustado, sobre todo la perfeccion gramatical con esta escrito.
ResponderEliminarSoy Miguel A, Soria nacido en Arahal (El Arahal) y amigo de Jacinto Martin,