jueves, 30 de marzo de 2017

Pólvora





Pasaban diez minutos de las tres de la madrugada cuando en el exterior de la casa comenzaron a escucharse ladridos. En los últimos cuatro meses la finca había sufrido hasta tres robos y otros tantos intentos, tras los cuales el guarda se negó a pasar la noche en ella.

La ubicación de la hacienda, situada en mitad de la serranía de Ronda, y el mal estado de las carreteras que la comunicaban con el núcleo urbano, hacían que cualquier aviso a las autoridades fuera atendido horas más tarde.

Juan Antonio era consciente de que si no hacía nada, la situación no tenía visos de cambiar, además el seguro comenzaba a poner problemas para responder por los continuos robos. La noche anterior, en  uno de los bares cercanos, espoleado por la valentía del vino, comentó a sus amigos su intención de acabar con aquel despropósito.

-Mañana duermo yo allí...En cuanto se acerquen, para que sepan que aquello no está solo enciendo las luces y suelto los mastines. El problema es que el guarda se quedaba dormido.

-Eso sí, pero pasar la noche allí solo sabiendo que pueden entrar…, dijo Manuel.

-A mi no me da miedo y si los perros siguen ladrando, la forma de espantarlos es que sepan que hay pólvora, dos cartuchos al eucaliptal que tengo enfrente y mano de santo, y si cae alguna rama mejor que mejor, verás cómo no se acercan más.

Los ladridos pararon por un instante, pero pasados un par de minutos volvieron a escucharse con mayor intensidad si cabe. Juan Antonio se levantó de la cama, encendió las luces del porche, se vistió con rapidez y cogió la escopeta de caza que guardaba encima del armario. Tras coger el abrigo salió al exterior.

La noche era fría, la luna en cuarto menguante apenas iluminaba la sierra y las luces de la casa no permitían ver mucho más allá del vallado más cercano. Juan Antonio soltó los perros y en mitad de la oscuridad, por primera vez desde que tuvo la idea de pasar la noche en el campo, el miedo superó al enfado.

El vaho salía de su boca y el pulso se le comenzó a acelerar. Los mastines focalizaron sus ladridos en una de las esquinas de la verja. Fue entonces cuando Juan Antonio apuntó su escopeta a la copa de un eucalipto cercano y disparó - ...que sepan que hay pólvora…-. El disparo alteró a los perros más aún si cabe y una de las alarmas comenzó a sonar.

Los mastines seguían ladrando mientras Juan Antonio permanecía estático con la mirada fija en los árboles. Pasados unos minutos, el sonido de la alarma cesó y los mastines comenzaron a calmarse. Poco después entró en casa y recibió una llamada de la compañía de seguridad a la que explicó lo ocurrido.

Recuperada la calma y con la adrenalina aún latente, volvió a la cama con la satisfacción del deber cumplido.

Poco antes de que amaneciera, se despertó y preparó café. Al salir al exterior respiró el frío aire de la sierra mientras comenzaba a ordenar ideas en su cabeza sobre las labores que debía realizar durante la jornada. El guarda no tardaría en llegar con el pienso para el ganado.

Al salir al exterior sintió curiosidad y se dirigió hacia el eucalipto al que había disparado la noche pasada. Avanzaba con la mirada fija en la alambrada, ya que en otras ocasiones había sido cortada, pero fue al adentrarse entre los árboles cuando lo vio. El cuerpo de una persona yacía bocabajo junto a las raíces del eucalipto. ¡Era imposible! Había disparado a la copa del árbol. Pero los cartuchos de su escopeta estaban junto al cuerpo.

Juan Antonio se quedó paralizado mirando el cuerpo.  Antes de que pudiera reaccionar, pudo escuchar al guarda abriendo la verja y aparcando el Land Rover junto a la entrada de la casa. Pasados unos instantes tuvo claro que no quería saber nada de lo ocurrido. Tras explicar al guarda los hechos, el trato quedó cerrado.

El precio del guarda por hacer las veces de sepulturero no fue excesivo. Juan Antonio abandonó apresuradamente la finca para asegurarse de que todo el mundo lo viera durante el día paseando por el pueblo. Al llegar la noche, volvería a la finca y entregaría el dinero al guarda.

A lo largo de la jornada intentó calmar los nervios de bar en bar, bebiendo con amigos y conocidos. Cuando el reloj marcó las nueve de la noche, cogió el dinero de la última cosecha que guardaba en la caja fuerte y se dirigió a la finca. Por la mañana fue incapaz de acercarse a ver el rostro del ladrón que yacía junto al eucalipto. Había pasado todo el día atormentándose por ello, podría ser cualquiera, incluso algún conocido del pueblo. Por eso antes de entrar en la finca se dirigió a la ubicación pactada con el guarda para enterrar el cuerpo y quiso ver su cara.

La noche era negra. Al llegar al punto indicado, cogió una linterna y una pala y comenzó a cavar hasta desenterrar el cuerpo. Al abrir la cremallera de la funda, fue la cara del guarda la que encontró… En la lejanía comenzaron a escucharse ladridos de los mastines

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